‘Cuando las piedras vuelen’
Coreografía y baile: Rocío Molina. Dirección escénica, escenografía e iluminación: Carlos Marquerie. Cante: La Tremendita, Gema Caballero. Guitarra: Cano, Paco Cruz. Palmas: Vanesa Coloma, Laura González. Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Domingo, 19 de septiembre. Aforo: Lleno.
Hubo cosas maravillosas y otras francamente pesadas. Momentos en los que me dije “por Dios, que esto no se acabe nunca” y otros en los que pensé “que se acabe ya, por favor”. Por supuesto que la capacidad técnica de Rocío Molina y esa facultad o don de la naturaleza de trasmitir con el cuerpo desde el escenario continúan intactas. El comienzo y el final del espectáculo son deliciosos, envolventes, oníricos, plenos de color y belleza. El amanecer sin matices en una playa del norte. El anochecer rodeado por los brazos y los cabellos de la amada. Quizá por la conciencia de esta capacidad de trasmisión de su baile renunció Molina en este espectáculo al color, a la luz, al círculo, a la bata, a la promesa de fecundidad, a lo femenino en fin. Y nos ofreció una obra austera, gris, roma, que contrasta con el barroquismo de su danza. Toda la lujuria de sus tangos se vio contrarrestada por la luz, el vestuario y la puesta en escena, lo que convirtió a este número en una cosa absurda, y lo que es peor, estéril. El largo zapateado en el interior de una caja fue eso, largo, una improcedente demostración de facultades. Pero, el comienzo y el final: una promesa de felicidad, cada amanecer y una constatación de la belleza, de lo efímero de nuestra existencia. También la seguiriya de Cano, aunque los guitarristas estaban desaprovechados, fuera de lugar en algo parecido al campo de concentración de Ravensbruck. Claro que en esta prisión nazi, poblada por más de cinco mil mujeres de toda Europa, a veces crecía una flor. Estos hombres, fuera de lugar en este convento laico.
Lo primero ya fue una demostración de fuerza, el despertar de la obra, con Rocío Molina haciéndose y naciéndose, luchando contra la tierra, en este caso contra una plancha metálica, mostrando la dureza de su cuerpo, el carácter metálico de sus músculos y su piel, la cera de su cara. Sólo al final, con las cálidas luces del atardecer (lo único cálido de la puesta en escena) esta cera se funde y a este cuerpo, redondeado por la falda, le crecen músculos y corazón, emociones y hasta dulzura que provoca la puesta de sol, los huesos sobre la tierra, la guajira primera, que es, no obstante la más delicada y sensual, la más bailable y cálida, directa. La promesa de humanidad de las piedras que todos somos, que todos seremos, nuestros huesos, que asoma al principio de la obra, no se cumple hasta el final de la misma. Entre medias, todo gris, todo tacto frío. Nada de corazón, de sangre, de color. Pese a la brillantez de números como el de los zapatos en las manos que golpean contra la piedra (una idea que, por cierto, ya vi en una actuación del grupo sevillano ‘Cadencia’) o el tango porteño con la guitarra heavy-metal.