por Juan Vergillos

PREMIO NACIONAL DE FLAMENCOLOGÍA

Ha publicado novelas, ensayos, libros divulgativos, relatos, poemas y letras de canciones. Ha escrito y dirigido espectáculos de danza y de cante flamenco. Ha dirigido festivales de flamenco y otras artes escénicas. Ha ofrecido conferencias, talleres y espectáculos en teatros, festivales, colegios y universidades de Europa y América. Colabora habitualmente en la prensa generalista y especializada. Dirige el blog Vaivenes Flamencos.







lunes, 28 de noviembre de 2011

Una liturgia sentimental


‘El cante en movimiento’. Rafael Jiménez ‘Falo’. Producido por El Falo. Guit.: Fernando de la Rua, Cano, David Serva. Edición del intérprete.

La voz de Rafael Jiménez Jiménez (Oviedo, 1964) es una de las más singulares del panorama flamenco. Ésta es su segunda entrega discográfica, tras aquel gozoso ‘¡Cante gitano!’ (1996) grabado con otra de las figuras fundamentales del flamenco contemporáneo, el guitarrista Juan Antonio Suárez ‘Cano’. Es, asimismo, la guitarra del tocaor extremeño la que abre la obra a ritmo de bulerías, para una melodía tradicional asturiana aquí llamada montañesa. El hecho de que el Niño de la Isla o el Mochuelo, así como la propia Niña de los Peines, y recientemente Jesús Heredia, grabaran la asturianada o montañesa revela que a principios del siglo XX el repertorio del cante flamenco era más extenso y abierto de lo que lo es hoy, y se alimentaba sin ningún complejo de las músicas populares que encontraba a su paso. Esta cosa llamada últimamente fusión es en realidad algo anterior y más antiguo de lo que luego se llamó pureza.

La voz del Falo es una liturgia añeja, gris, austera, íntima, muy sentimental y solemne, que otorga estas cualidades míticas a cualquier repertorio. El romance es también folclore siendo éste, hoy día, una reconstrucción más o menos arqueológica de algo que nació, como tal, al tiempo que la estilización jonda de las músicas y las danzas de los llamados "bailes nacionales". Si brillante es la interpretación vocal, a la misma altura está el arreglo en tonos menores a dos guitarras, con el portugués Fernando de la Rua, o la percusión que mezcla el tradicional pandero con las palmas por bulerías. El arreglo del Falo es muy loco, al mezclar la melodía asturiana con otras tradiciones líricas, pero en su voz y en su interpretación se nos aparece como un cante redondo y multisecular. Tan nuevo como el último aliento, tan viejo como esa humana costumbre de respirar.

Los tangos extremeños no se pueden hacer más pastueños, demorados, solemnes: lástima del estribillo coral. Eso sí, el arreglo revela la elegancia, el gusto caracterísco de este cantaor. El tercer corte es el ‘Ay, ay, ay gitano’, la adaptación que Manuel Vallejo hizo de la canción del tenor Miguel Fleta, al que une otras canciones tradicionales como las jotas aragonesas y el ‘Pregón del frutero’, también de Vallejo. El virtuosismo del Falo está en consonancia con el frenesí dancístico de Rafael Estévez, único acompañamiento de la pieza junto a las palmas de Liñán y Marco Flores.

La soleá de Juaniquí, Yllanda y El Chozas está acompañado por un piano en tonos menores y modalidad flamenca de aires bluseros a cargo de Pablo Suárez. Uno de los momentos más brillantes de un disco verdaderamente notable.

 

En el romance de ‘La monja a la fuerza’ es el violonchelo de José Luis López el que hace las veces de zanfoña y percusión. Este romance lo interpretó para el disco el Negro del Puerto pero se cantaba en todas las casas españolas hace cincuenta años. El Falo tiene esa disposición emocional que aúna la entrega y el distanciamiento de forma nada contradictoria, sino absolutamente necesaria. El Falo es un superdotado, no por la voz nasal y afinadísima de timbre mate, sino por esa facultad de entregarse y permanecer al mismo tiempo a una distancia de espectador de la película que va pasando ante nuestras narices, en el caso de este romance un drama verdadero.

Las guajiras se miran en el espejo de Valderrama con la inclusión de timbres contemporáneos que remiten a la música cubana actual en un brillante arreglo. La malagueña del Mellizo, introducida por una granaína a la forma del gran Aurelio, está ejecutada en directo con una contención, seguridad melódica y concentración deliciosas. Es uno de los grandes intérpretes contemporáneos de este cante, tan vital como equilibrado en lo musical, muy exigente técnicamente, y uno de los pocos cantaores capaz de incluir aportaciones propias en un estilo tan consolidado en el canon jondo, con un final a ritmo absolutamente turbador. La soleá final es tan tradicional como novedosa.

domingo, 20 de noviembre de 2011

El mar inmenso de lo jondo

‘Cuadernos Gitanos’ Nº 8


Dir. Joaquín López Bustamante. Madrid, Instituto de Cultura Gitana, 76 pp.




El error no consiste en que no sea verdad lo que se dice. El error consiste en creer, o hacer creer, que lo que abarca mi mirada es el universo entero. Por supuesto que la trasmisión familiar, en un hogar gitano, o no gitano, es parte de lo jondo. Pero un arte que casi desde sus orígenes cuenta con representaciones escénicas y, sobre todo, con registros sonoros, se ha trasmitido principalmente a través de los mismos. Por supuesto que el flamenco es un arte con el marchamo de los gitanos. Pero la evidencia es que la mayoría de los creadores, recreadores e intérpretes del mismo no eran gitanos. Claro que hay que decir que muchos otros, algunos de los más geniales, sí lo eran: la Niña de los Peines, Ramón Montoya, Caracol, Mairena, Mario Maya, Camarón ... por decir unos cuantos nombres a vuela-pluma.

Como el terreno en el que me estoy adentrando hoy es muy resbaladizo, quiero rogarte, lector, que no entiendas nada que yo no diga. Y lo que digo es que la presencia gitana en lo jondo es fundamental. Así lo entiende, acertadamente, el último número de esta revista que, ocupándose de forma parcial de este arte, presenta en este número un monográfico sobre lo flamenco. Con lo que no estoy de acuerdo es con el enfoque teórico. Por ejemplo, el artículo de Ricardo Pachón, genial productor de álbumes clave en la historia de este arte, y aquí ensayista poco informado. Pachón hace caso omiso a la realidad histórica y a los más recientes hallazgos de los estudios flamencos cuando afirma, por ejemplo, que “toná, debla, martinetes, carceleras, livianas y seguiriyas” son “cantes matrices” en tanto que relega a “fandangos, granaínas (...), tarantas, cartageneras, mineras, murcianas, levanticas” a la condición de “folclore andaluz”. Con ello revela Pachón desconocimiento de lo jondo y del folclore. Malagueñas y tarantas, con sus derivados, se registran en los cilindros de cera mucho antes que la seguiriya, por no hablar de la debla o la liviana. Las ‘Escenas andaluzas’ de Estábanez Calderón hablan de malagueñas, jaberas y granadinas, pero no de seguiriyas o deblas. La franca agresión viene al decir que manifiesta su “agradecimiento a este grupo de aficionados que en pleno periodo franquista, cuando la radio oficial solo trasmitía como flamenco las coplas en falsete de los Valderrama, Molina o Marchena, salvaran, para la posteridad, la verdad y la autenticidad de una música”. No sólo ofende a los aficionados a Valderrama y Marchena sino a la verdad y la autenticidad de estos dos creadores y recreadores, al menos uno de ellos sin duda genio del cante flamenco. Lo de relacionarlos además con uno de los periodos más nefastos de la historia reciente de nuestro país es ya demencial.

Este texto es la quintaesencia de un enfoque sesgado, esencialista, y que revela uno de los mayores males que aquejan a lo jondo desde los años 50: el cainismo, el cisma que devalúa una raza, incluso unas formas musicales, en detrimento de otras. Ciertos ensayistas proyectaron su propia moral cainita, su propio resentimiento, en formas musicales, coreográficas y literarias que, por sí, no son sino músicas y que, como tales, no son patrimonios sino de los músicos que las actualizan y su público. Desde entonces hay cante grande y cante chico, cante gitano y cante no gitano, cante bajo-andaluz y cante no bajo-andaluz. Olvidándose de Sabicas, gitano de Pamplona, Pilar López, paya de Madrid, Carmen Amaya, gitana del Somorrostro, o Angelillo, gallego de Vallecas. Olvidándose, acaso que Caracol fue un estilista del fandango personal o que La Niña de los Peines era una maestra de la cartagenera y la malagueña de Chacón.
Imagen de Paco Sánchez de la cantaora, no gitana por cierto, la Piriñaca, que ilustra esta edición de 'Cuadernos gitanos'

Una mirada obtusa, parcial, que se presenta, no obstante, como la “verdad y autenticidad” con unas miras ciertamente comerciales. Así nació, en la precariedad de los cincuenta, y así sigue, conquistando seguidores en medio mundo, como cualquier “escuela del resentimiento” que diría Harold Bloom. Parcial, sesgada y tendenciosa. Una mirada que se suma a otras miradas: los que creen que el flamenco es un hecho estrictamente urbano, o estrictamente rural, o netamente español, o absolutamente andaluz, totalmente reaccionario o vanguardista por los cuatro costados, arte de pobres o de una selecta minoría. La verdad es que todos llevan razón, desde la parcialidad de su mirada, porque el flamenco es todo esto y más, porque es un fenómeno vivo que se expande en todas las direcciones. Lo que tenemos que discriminar es cuando el teórico se limita, simplemente, a tratar de encerrar en la botella estrecha de sus propios prejuicios (racistas, morales, nacionalistas, de clase, etc.) el mar inmenso de lo jondo. Una cosa es que este “es mío, que yo lo vi primero” nos produzca ternura. Pero somos adultos. Y mientras, el fundamental estudio de la presencia e influencia de lo gitano en el flamenco continúa sin hacerse



miércoles, 2 de noviembre de 2011

Elogio del cruditismo


‘Quijote de los sueños’ Arcángel. Producido por Arcángel. Guitarra: Miguel Ángel Cortés, Daniel Méndez, José Antonio Rodríguez. Sony Music. 
                                                                                                                                                    Los tiempos demandan cruditismo, y sin embargo en el flamenco, un arte tradicionalmente básico, cada día nos encontramos obras más elaboradas. Cuando los ingredientes básicos son de calidad, como es el caso, el fuego cuanto menos mejor. Se trata de una de las voces más emotivas y versátiles del panorama jondo de hoy. Ese cantaor, uno de ellos, de los que siempre esperamos una nueva entrega con expectativas altas. Quizá sea ese el problema. Que les exigimos mucho porque son los mejores. Es cierto que en cada una de sus entregas nos sabemos abonados a un par de sacrificios a esos dioses paganos que ni mucho menos se van a aplacar con esta caduca ofrenda de estribillos, coros y bajo eléctrico. Que los mercados son insaciables, lo comprobamos cada día en el noticiero. Pero también surgen, siempre, joyas. Los tangos podrían firmarlos dos docenas de artistas menos dotados que Arcángel. Y eso que el texto lo pone uno de nuestros poetas favoritos, Ortiz Nuevo. Mire usted que el Quijote, como artefacto estético, podría ser un buen referente para nuestros tiempos de crisis, también. Hasta que los críticos no pusieron de manifiesto sus imperfecciones, incluso argumentales, no los apreciamos los que leemos por puro placer. ¡Bendita humana imperfección! Igual que las cicatrices del muro que ilustra los interiores de este disco: es un muro que ha vivido. A veces es lo mejor que podemos ofrecer a los demás, nuestras cicatrices. Nuestras dudas. Son señales de que hemos vivido. El Quijote respira porque se enfrente a molinos de viento para poder volver “vencido de mí mismo”, que es el combate más heroico que puede acometer un hombre. Entrega, a la vida: la soleá, de Alcalá a Cádiz, la guitarra como un Sancho fiel, que sí, que ve molinos si su amo se empeña en ello. Pero no es el caso: qué sutileza, qué miniatura feliz de acompañamiento, dentro de los más estrictos cauces tradicionales y desprovisto de todo gesto museístico. Porque todos hemos perdido, alguna vez, es por lo que nos perdemos en la gloria de esta soleá, con ese (casi) roto final del señor Guanter, alias Paquirri. Ole por esta ola.


Para cantantes pop aflamencados nos quedamos, ya puestos, con Antonio Orozco que bien lo demuestra en ‘Tu voz es mi voz’. Fandangos naturales que surgen con una elocuencia viril de otros tiempos que nosotros los flamencos hemos sabido mantener en una sociedad que tiende a degradar los valores tradicionalmente masculinos. Bulerías ligadas en una fórmula de enorme éxito en los años 80: nos entregamos al gusto del soniquete, a una melodía con pellizco y al placer de una voz única a la que, por una vez, oímos respirar. En los fandangos de Huelva, así llamados no sé porqué, Arcángel se erige, con destreza, en cantante de jazz ligero. En ‘No consigo’ la guitarra de Daniel Méndez nos limpia de paja y nos arroja en los tonos mayores del recuerdo merced a la inventiva de Isidro Muñoz, pese a que la letra no nos muerda. En este último corte del disco apreciamos el intento, serio, de hacer nueva música y letra flamenca. El intento es plausible y el resultado notable. Lo que más me ha gustado de la entrega, con la soleá.

En fin que nos quedamos con esa joya por soleá que nos hace echar de menos, volvernos, a esos discos de flamenco de cuando éramos pobres y lo sabíamos, esos elepés de vinilo que se grababan “en dos tardecitas después de comer” porque no había nada que demostrar. Tan sólo una vida que contar, que cantar. La nuestra. Echo de menos, también, en esta misma línea, los directos de este cantaor porque hoy por hoy, esa es la verdad, están muy por encima, por entrega, por veracidad, de sus manufacturas redondas. Quiero decir que hay que alcanzar un grado muy alto de civilización para darse cuenta de lo profundamente humano que es el arte primitivo. Que no salvaje. Crudo. Que no roto. Con toda la farfolla que está cayendo, y que va a caer, sólo sobrevivirá lo básicamente humano, como es lo jondo. Porque “ ni tú no estás, ni estamos/ para fuegos de artificio,/ cuando apenas si respiramos”.