Estaba exhausto después del trabajo. Tras tomar unas copas con A., mi brillante intérprete, salí a tomar el viento. Un viento invernal, helador. En la plaza delantera del Schouwburg había unos cines llamados Pathé en los que anunciaban las mismas películas que vemos en mi ciudad, sólo que con sus nombres originales en inglés. Cuando vi el rostro enorme de Angelina Jolie tuve que hacer un esfuerzo por no recordar otra cara, hermosa, querida, parecida, que quedó allá lejos. El suelo es de metal y lanzo unos cuantos zapatazos a la sombra del aparcamiento que hay debajo. La charla ha salido bien. La sala estaba llena y la gente ha participado con ganas. No vi a Sa. No vi a L. Había mujeres muy hermosas que salían a la pizarra a escribir sus preguntas impertinentes, negras, hindúes, amarillas y hasta lindas blancas, vacas holandesas: el duende, la seguiriya, el origen del flamenco, la verdad sobre el caso Salvolta. Una mujer hindú atraviesa la plaza, solivianta el metal con su tacón alto, su falda corta, elegantemente aferrada a su hombre. A mí también me solivianta.
Otra mujer originaria de La India atraviesa, industriosa, atareada, una y diez veces el hall en sombras del teatro. Las mujeres holandesas son muy delgadas pero ésta, por lo que puedo ver de su minifalda bajo la densa capa de ropa, es tan fina como elegante. La elegancia en los ojos, marrones, de chocolate, de sus antepasados. La miro sin disimulo. La sala está en sombras, es el gusto holandés por el tenebrismo. Sus piernas, sus ojos, la nariz abierta, sexual. El oscuro color de la piel suave llamando a la piel. Dos grandes pasadores de brillantes adornan su pelo, largo y castaño, en la sien derecha. La miro sin disimulo. No sé exactamente cómo, gracias a los dioses, media hora más tarde estoy en su coche. Su familia es original de La India. Sus padres son de Thunderlam, una ex colonia holandesa. Estudia guitarra. Tiene un timbre que es música pura para mis oídos. Sus labios, sin maquillar, carnosos, apetecibles, exhalan un cálido aliento en forma de diálogo. Mitad en su mal español, mitad en mi peor inglés. Le digo que me gusta la ciudad, con sus modernos edificios construidos tras la debacle de la guerra mundial. Se ha ofrecido a llevarme a otro teatro de Rótterdam en el que Diego del Morao tocará un solo sustituyendo a su padre. Cenamos juntos en el mismo teatro. Come con apetito. Le escancio, para que beba, vino tinto, francés. El aceite de oliva es catalán, por lo menos, pero no se está volviendo amarillo, tan, tan, tan. Yo soy de Jaén. Le hablo la ciudad en la que vivo, de la Semana Santa, de la Feria. La invito a visitarla. Es una mujer de hielo, claro, deliciosa y perfecta: siempre tropiezo con la misma piedra. La someto a un interrogatorio de primer grado. Y es que necesito tanto tener contacto humano. Por la mañana estuve en el centro y me sorprendió que un domingo por la mañana alguien tuviera ganas de putas. Me recorrí todos los canales mientras estaba amaneciendo. Empezó a llover y los operarios municipales limpiaban los restos de la noche del parque temático del sexo. Luego visité el Begijnhof e hice fotos, aunque es ilegal según me han dicho. Me fui corriendo, huyendo del olor a sacristía.
T. de Thunderlam se marcha, tiene que trabajar antes del concierto.
En el hall me había encontrado con Carlos de la Chica, el cantaor catalán, y con Diego del Morao, que va a tocar. No lo conocía, me presento. Parece tranquilo pero el frío de sus manos delata los nervios. Se planta ante T., mi acompañante de Thunderlam. La mira extasiado. No es para menos. Lo comprendo.
Más tarde, a solas, me cruzo con G. H., el famoso bailaor sevillano. No lo conocía. Me presento. Hablamos de esto y de aquello. Es un tipo muy simpático, que le tira los tejos a todas las mujeres que se le acercan con un arte inimitable, envidiable.
Después del concierto tomamos una cerveza juntos. Y con M, que parece un lindo querubín holandés a pesar de haber parido tres hijos y tener 36 años, según propia confesión. Tiene un puesto de relevancia en la organización del festival. Me dice que me ha enviado una foto de mi conferencia-charla. También está por ahí el Grilo. Vuelve T. de Thunderlam, y se sienta a mi lado. Eso me gusta. Me hace preguntas. Charla. Ante un comentario mío me pregunta “¿porqué en España no se programa la guitarra?”. Felicito a Diego por el concierto y le digo que este formato, aunque muy exigente, es un pelotazo: el del concertista sólo ante el peligro. Dice que le da mucho miedo, que se atreve en Holanda pero no sabe en España. T. de Thunderlam me toca el brazo, la mano. Me gusta que lo haga. Es una mujer extraordinariamente hermosa aunque con exceso de responsabilidad, para estar tan sola. Tanta que su cara, vista a distancia corta y sin las sombras holandesas, está sembrada de acné. Es una mujer que lo hace todo bien pero su cara se resiente. Si hiciera alguna cosa mal, una vez al mes, su cara no se reflejaría la preocupación. Un halo frío la envuelve de soledad y limpieza: imagino lo doloroso que tiene que ser para ella, perfeccionista, pulcra, delicada, extraordinariamente frágil pese a su pose de inmutabilidad (la desconfianza la delata), inmaculadamente hindú. Y yo, que la admiro, la compadezco. Bebe vino pero no se emborracha. Me toca el brazo, la mano, pero se va sola a casa. Que duermas bien T. de Thunderlam.
De las fotos:
1. Esta es la foto que nos hizo M. en Rótterdam: estoy con mi intérprete y una espontánea.
2. Amanece en la Oude Kerk.
3. El tocaor Diego del Morao.
4. El Bejinhof de Ámsterdam.
5. La única casa con la fachada de madera de Ámsterdam.