por Juan Vergillos

PREMIO NACIONAL DE FLAMENCOLOGÍA

Ha publicado novelas, ensayos, libros divulgativos, relatos, poemas y letras de canciones. Ha escrito y dirigido espectáculos de danza y de cante flamenco. Ha dirigido festivales de flamenco y otras artes escénicas. Ha ofrecido conferencias, talleres y espectáculos en teatros, festivales, colegios y universidades de Europa y América. Colabora habitualmente en la prensa generalista y especializada. Dirige el blog Vaivenes Flamencos.







martes, 3 de mayo de 2011

Postales de feria (I): El día de mi boda

(Sé que todos lo estabais esperando, pero por fin está aquí de nuevo. Vuelve, mejor que nunca, ‘Postales de feria’. Con más amores y desamores, más celos, noches,  manzanilla, pasiones, toros, abandonos, sevillanas, pescaíto, adulterios, rebujito, traiciones, dramas y comedias. Con más japoneses que nunca. Por petición popular, después del enorme éxito obtenido por el serial el año pasado, lo retomo con esta primera entrada).


A la puerta del bar Reyes, al que me dirigí tras la corrida del sábado, para hacer tertulia taurina con los amigos de Conrado, me asaltó una mujer. De unos treinta años, pelirroja, me salió al paso:
-         ¿Quieres casarte conmigo?
-         ¿Esta noche?
-         Anda ya, soso, cásate con ella- me dijo su amiga, igual de ebria que ella, dándome un empujón.

Qué difícil es saberse. Saber lo que quieres comer, cada vez. Estoy cansado. He dormido muy poco en los últimos días: y todavía no ha empezado, oficialmente, la feria. He dado muchas palmas por bulerías. Todo el mundo habla de Manzanares y nadie dice nada de mi corazón vacío de esta noche, de estos días, de aquella tarde en la plaza. Conforme fueron cayendo los cinco toros, caían mis ilusiones. La sangre surgía a borbotones y resbalaba por la pata del animal hasta el albero. Fue en el sexto de la tarde, que se vino tan cerca que se podía oler la hemoglobina. Y mi alma se iba, con mis deseos muertos, a hacerse barro en la arena. 


Por la noche miré los clásicos del desamor y me quedé con Casablanca. Y así, me dormí, conseguí dar una cabezada emborrachándome con Rick.

Estuve inquieto toda la mañana, como siempre que voy a una corrida. Llovió y llovió y mi corazón se alegraba de ver las semillas germinar en el campo de mi recuerdo. Se alegraba de pensar que gracias a la lluvia no tendría que ver el espectáculo de la muerte. No hoy. Los alrededores de la plaza eran un hervidero. Es el ambiente de un día grande. Le doy gracias a mi amigo Conrado, que me facilitó el subir a la grada. Al cielo. Manzanares fue algo único, extraño, que no sé si volveré a ver: el toreo lento, que no se acaba nunca. El toro infinito, que embiste, franco, noble, una y otra vez. No sabía que había toros así. La eternidad en un molinete. La mano baja. El hombre que se detiene justo a las puertas de la muerte para crear lo eterno. Estoy seguro de que a Manzanares no le hubiese importado morir en ese momento. Como me ocurrió la noche que me seguiste. Mi mano marcaba el camino y tu alumbrabas los medios con tu luz. Me ofrecías  una vela encendida.


¿De qué taciturnos labriegos británicos, de qué industriosos sembradores de patatas a la luz de las velas, que pasan la tarde viendo germinar un tubérculo bajo la lluvia, procede tu calma? Esto es una despedida, tú no lo puedes leer. Porque, si no, me quedaría así para siempre. Así de imbécil, digo. Te has ido. No hay otra posibilidad. Pero tengo que agradecerte dos cosas: tu franqueza de esta tarde. Y el haberme hecho resucitar algo que parecía muerto: el deseo, la alegría de saberme vivo. Aquella noche que estuviste mansa y noble, como pensaba yo, en mi ofuscamiento, que no podía serlo una mujer. Pero no hay ofuscamiento que cien años dure y tú me sacaste de él, esa noche. Aunque yo me había enamorado de ti antes, la primera vez que te vi. Eso es una despedida, no mires. Y si por un azar extraño, miras en esta dirección, no eches cuentas. Esto es una despedida, tú y yo somos toro pasado, todo pasado. Esto es una despedida. Conservaré aquel primer encuentro por siempre, los cinco minutos que dura esta vida. Aquella noche de claridad, también. Le agradezco a M. que propiciara, sin proponérselo, nuestro encuentro. Aunque éste se iba a producir tarde o temprano, porque en estas cosas es la columna vertebral la que manda, le agradezco que te pusiera en mi camino. Frente a mí. Esto es una despedida, y ya va para larga. Pero aquella noche no acabará nunca. Como la faena de Manzanares.

Hay un momento en el que la columna vertebral, mi columna vertebral, toma el mando. Los chorros de adrenalina surgieron con la faena de muleta de Morante, esa es la realidad. Los toreros se movían sobre la arena como lo que son, profesionales de la muerte, diligentes siervos del más allá, de la nada. Mientras en mi corazón iba muriendo el amor de ti. Esa misma tarde me diste, una tras otra, todas las calabazas que cultivaron tus antepasados en los campos del Midlands. Claro que, porque me dieras calabazas, no voy a decir que eres una hija de la Gran Bretaña. Tampoco es eso. De hecho me cuesta verte. Porque te amo. Entre mis ojos y el ser humano que eres se interpone el velo del amor. Es extraño, al mismo tiempo hermoso y lamentable, pero nunca te veré. Nunca sabré la mujer que eres. Cuando mire hacia atrás no veré tu recuerdo sino la imagen que mi deseo se formó de ti. Te veré, por siempre, con los ojos de los dioses. Seré un dios por ti. Un dios que galopa por las dehesas del desconsuelo, pastueño. Aunque yo lo que deseo, y ya no va a ocurrir, es verte con los ojos de un hombre, del hombre que soy. Ver la mujer que eres. No me interesan las diosas, no me gusta acariciar el mármol: ¿de qué material estás hecha? No lo sabré, ya. Yo entré francamente a matar. La primera vez que vi tu señuelo rojear por la red, entré a matar. Te me habías escapado demasiadas veces. Te llamé con el corazón saliéndome por la boca. Soy un adolescente, pensé. Soy un hombre enamorado. Sé que lo nuestro era complicado. Sé, tú me lo dijiste, que lo nuestro no será. Me lo dijeron mis amigos, que era muy complicado: que eres demasiado joven para mí, y yo no tengo dinero. Me hiciste el quite de no coger el teléfono.


Pero ahí estuve de nuevo, entrando a matar. Siento haberlo hecho así. Me gusta mirar a la muerte cara a cara. Pero no podía dejarte escapar, otra vez. Necesitaba que me dieras la vida o la muerte. Elegiste la segunda. Estuve más bravo que Arrojado, y sin embargo fue él el indultado. Seguiremos viviendo, bebiendo. Y lo que creó mi fantasía, con la ayuda del deseo, quedará en mi pecho para siempre. Los cinco minutos que dura esta vida. La eternidad. Dicen que el toreo es un arte efímero pero, desde el punto de vista de los dioses, de los hombres que se fueron, todo arte es efímero, hasta el brillar del sol. Era muy difícil, ¿para qué complicarse la vida cinco minutos? Sé que era muy difícil, más todavía de lo habitual. Pero, ¿qué es lo habitual, querida? Si lo raro es vivir. No te pedí explicaciones, en todo caso. ¿Qué explicación es que mi columna se apodere de mi voluntad la segunda vez que te veo? La primera estabas lejos, sobre el escenario. Me gustaron tus formas, tu arte. Pienso que puedes ser aún más inglesa, que lo serás. Que así serás más tú y bailarás mejor. Flamenco. Pero tus formas, ay, tus formas, me encandilaron. Como me gustan otras, otros artistas. Pero la primera fue, en realidad, la segunda vez. La primera que vi tu mirada, tu hombro desnudo: la serenidad profunda de tus ojos, la trasparencia de tu piel. Sé más inglesa, es lo único que puedo decirte. Por lo demás, sabes que me enamoré la primera vez que te vi. Ahora te digo adiós. Y sólo me consuela, más aún que compartir la pena con Rick, el acordarme del día de mi boda.


Imágenes: 1. Manzanares con Arrojado. 2. A hombros por la Puerta del Príncipe. 3. Dando la vuelta al ruedo con el ganadero Núñez del Cubillo y dos orejas que no eran de Arrojado sino mías. 4. Rick, poniéndose ciego para olvidar a Ilsa. 5. Morante en el segundo de la tarde. 6. El día de mi boda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario