A la vuelta siento que hay muchos
handicaps que yo mismo me he creado y que ahora no sé cómo
desmontar. Pesos que me impiden respirar, saber cuándo hablar y
cuándo callar, y de los que no me sé desprender. Hay cosas que ya
no funcionan y siguen ahí, ocupando un espacio. Abro los ojos entre
la somnolencia y allí veo, claramente, la isla de Santa Clara. El
Urumea, el Urgul. Era el único claro entre las nubes que me llevaban
camino de París, por segunda vez, y tenía que estar encima de San
Sebastián, una ciudad conocida mundialmente por ser la más nubosa
del País Chubasco. Llueve trescientos de los trescientos sesenta y
cinco días del año. Pues hoy, precisamente, a las puertas del
invierno como estamos, las nubes se abrieron para que yo viera con
toda la claridad de mi cuerpo amodorrado mi pasado.
Lo recordé el segundo
y último día, ya relajado después de la actuación, entre bocado y
bocado del delicioso tabulé que F. había preparado. En
realidad ya lo había recordado por la tarde, paseando por las faldas
del Montmartre, casi ciego, por la falta de sueño, al torrente de
turistas, idiomas y cámaras fotográficas que pululaban alrededor
del Sacrè-Coeur. Durante toda la jornada, y también el primer día,
la bestia estaba alerta. Dormí poco, porque la bestia no me dejó.
Así que, estando alerta como estaba, me lanzaba mensajes, una y otra
vez, sobre la necesidad de descansar algo antes de la actuación. Ya
el día anterior me había sentido turbado. No sólo el día
anterior. La bestia, que tantas veces me salvó la vida (o por decir
la verdad, que una vez me salvó la vida, a los tres o cuatro años)
estaba alerta desde la semana anterior. ¿Qué respeto, qué
inquietud es la que me provocaba París? ¿Cuál es la diferencia
entre París y Salamanca, donde estuve, muy relajado en escena, hace
tres semanas? ¿O Dos Hermanas? Quizá porque París es el nombre de
algunos sueños: Truffaut, Hemingway, Buñuel, Proust y hasta
Humphrey Bogart diciéndole hace justo setenta años a Ingrid (¿cómo
se puede alguien llamar Ingrid, cuando Ingrid es el nombre de un
sueño nórdico?) Bergman aquello de “siempre nos quedará París”?
Lo que evoqué aquella
tarde, lo recuerdo ahora nítidamente, fue la primera vez en París.
Recordé a la mujer que me acompañaba. Recordé el largo trayecto en
tren desde San Sebastián, la ciudad brumosa más clara de España.
13 años con ella y la semana pasada me rehuyó la mirada cuando nos
encontramos en el parque. Pero no se lo reprocho, puesto que estaba
al cuidado de 10 o 15 niños, y ahí no cabe distracción alguna. Yo
tampoco quería hablar. Pero la vi. Era ella. Era su cuerpo, que no
alumbró un hijo mío sino el de otro. P., en ese loco recorrido en
coche que hicimos el sábado por la mañana por el centro de París
(¿cómo resistirse a escribir de nuevo estaba palabra mágica,
París?) me dijo una cosa que me conmovió, en este momento de mi
vida: “hacer dinero no es importante, pero hacer hijos, sí”. Me
sentí turbado y me pregunté si estaba sufriendo una agresión: a
veces no me doy cuenta de estas cosas y por eso estoy a la defensiva.
Vive en una casa modesta y sin embargo tiene la riqueza suficiente
como para acoger a un desconocido, a mí, con el mero pretexto del
amor a un arte que ambos procesamos. Y me hizo un pastel de manzana
absolutamente delicioso. Lleno de azúcar, claro. P. es un
torbellino, es una mujer arrolladora. En su discurso y en su forma de
conducir. Bueno, mi experiencia en este sentido es que todos los
parisinos van por encima de sus posibilidades en cuestión de
revoluciones. No obstante, en los cuatro o cinco trayectos nocturnos
en coche que hice por París no he sufrido ningún accidente, cosa
que no deja de sorprenderme. Su hija, de P., tiene cierta palidez
nórdica. Con trece años es una especie de muñeca, de esas que se fabrican para que jueguen las niñas pero que parecen mujercitas, a gran
escala. El hijo, moreno, muy simpático es todo un hombre. Enseguida
comprendí que el hombre de la casa es la propia P. Esa mezcla de
profundidad cultural a flor de piel y suburbio concienciado, al fin y
al cabo ellos sí hicieron la revolución, decapitaron a sus reyes,
es quizá lo más admirable de este país. Más que el lujo de Vouton
o Hermès. El lujo es la educación pública y privada. Habrá
parisinos tontos, sin duda, pero yo no los conocí.
Desde el coche veo a
toda prisa el obelisco, la plaza de los Vosges, el Louvre, el
obelisco, esta vez sí. Y al final, como un fantasma, la torre. Lo
que yo quería, nada más que eso, es ver la torre. La torre es el
símbolo de la ciudad y si la veo, siento que estoy en París. El
Quai des Orfèvres también, claro, por Maigret. Notre Dame también,
claro, por Víctor Hugo. En algunos distritos siento como París
también está al borde del suelo, no es sólo una deliciosa postal.
O la postal.
En lugar de descansar,
pasé el día con O. y la tarde con M. Por eso en el metro no podía
mirar a las mujeres, que se ha convertido en mi pasión deambulatoria
ahora que estoy solo. Cuando llegué a Flamenco en France estaba tan
cansado que hube de cerrar los ojos un rato. Pero mereció la pena.
Sentir como el vagón del metropolitano asciende por los cielos de
París. Comer choucroute con jarrete de cerdo. En la segunda
representación me sentí mucho más relajado que el primer día, y
eso que había más gente. Aunque también me siento con la energía
más baja: apenas he dormido, la bestia no me ha dejado. No obstante,
merece la pena mirar a la calle desde el cristal de la Brasserie y
reconocer a los mismos hombres y mujeres que pasean por mi ciudad.
Aunque en esta otra ciudad el amor tiene otras reglas: hay una
muchacha blanca, de larga cabellera oscura, algo ondulada, que no
tiene miedo de sentirse ridícula ante su hombre. Viene a
recuperarlo. No quiero decir que no sea orgullosa, todo lo contrario.
Cada desdén del muchacho (él es apenas un niño) le infiere un
golpe muy duro a su autoestima. Al fin y al cabo, no sabe porqué, lo
ama. Ha venido a por él y confía en su fuerza para recuperarlo.
Pero, en al menos dos ocasiones, tiene que salir al callejón a
confundir en las sombras de París sus lágrimas. Estoy seguro que lo
conseguirá porque, aunque el llanto le ha estropeado el maquillaje,
sigue tan bella, o más, que cuando salió de casa dispuesta a todo.
Cuando se enfundó las medias negras, el pantaloncito a topos: se
miró el culo ante el espejo y se dijo, con toda la razón, que
estaba muy buena. Subió y bajó cada una de las colinas de París
para recuperar a su hombre. Sabe que la vida le va en ello. Siente
que la vida le va en ello. Por eso, en la noche, brilla su pálida
tez humedecida: afortunadamente la lluvia de París viene a
rescatarla. Está hermosa y dispuesta a entregarse (¿por fin?). Y el
dolor de esta noche, de todas las noches, tira la máscara al suelo
mostrando su belleza en todo su esplendor. ¿Quién se resistiría a
consolarla, en una noche como esta? Yo no, desde luego. Pero sí el
muchacho barbilampiño, que se hizo de rogar hasta la madrugada, y
después. Entiendo tu actitud, amigo, aunque me resulte difícil no
ceder ante ciertas formas de chantaje. El hombre, esta noche, se sabe
en posesión de su centro. La mujer sigue al hombre y se entrega y
entonces cesa la lucha y se da la unión, física y espiritual, por
una vez.
M. dice que ha
aprendido a hacerse las fotografías sola. Yo estoy cansado, pero le
respondo que hoy se las va a hacer conmigo. Conmigo y con O. ¿quién
no quiere tener una instantánea ante el Sacré-Coeur? Es más,
¿quién no tiene una instantánea ante el Sacré-Coeur? Lo que
admiro y envidio de M. es su inteligencia natural, su capacidad para
la estrategia, su dominio de las circunstancias: hay un instinto que
le señala cuándo y porqué y ante quién hay que hablar o mantener
silencio. El amor, los hombres y las mujeres, es igual en París que
en todo el planeta. Pero en esta ciudad es diferente. Las mujeres
saben lo que quieren y de sus rostros ha desaparecido, nada más
traspasar los Pirineos, ese rastro de enojo que algunos identifican,
erróneamente, como la bella altivez de la mujer española. Los
hombres saben cómo tratarlas porque hicieron la guerra, no por
ambición, ni siquiera por un trozo de pan, sino por ellas. Esa es la
verdadera revolución francesa.
La segunda noche en
Flamenco en France me siento más tranquilo. Aunque la energía va
algo más baja que el primer día. Es el cansancio, la falta de
sueño. Pero todo París está bajo mis pies, ante mi retina (la
torre, el Sacré-Coeur, el frío de Montmatre y la blanca palidez de
la muchacha). Allí mismo, sobre el escenario, tengo el poder, la
capacidad de cambiar el trascurso del tiempo, incluso detenerlo. Lo
siento así y pienso en mi padre: hablé con él justo antes de subir
al avión. También está la fotografía de mi abuelo, que forma
parte del espectáculo, allí, sobre la mesa de la CNT. Yo no tengo
esa capacidad, saber cuándo y a quién y porqué hablar. A veces
meto la pata. A veces pienso que será una cuestión de práctica,
que poco a poco iré mejorando. Y otras veces me acuerdo de mi
maestro Eduardo: no sabemos porqué nos quieren, ni podemos hacer
nada porque nos quieran. Pero, poco a poco, quizá a los noventa,
quizá aprenda a vender. Pero no se puede vivir mejor de lo que yo
vivo. Bueno sí, la bestia, la bestia humana: al fin y al cabo me
salvó la vida. La bestia sólo quiere ayudar, sentirse útil. Esa
adorabla bestezuela.
Juan, me has emocionado con esta historia. Sé de primera mano lo que es vivir algo tan intenso fuera de España. Es como si el flamenco te conectara con tu país y te hiciera ver que la gente de Francia no es tan diferente de la española. Yo cada vez que viajo a París tengo el recuerdo de mi primer baile, la primera noche encima de un escenario. Recuerdo mi primer taconeo estrenando mi flamante traje de flamenca de El Rocío que tanta ilusión me hizo porque era mi primera compra por internet desde Francia (www.elrocio.es). Recuerdo el temblor de mis piernas que fue a menos conforme atisbaba a duras penas la cara de los que me aplaudían. También guardo en mi mente la forma como mi acompañante se colocaba el fajín flamenco antes de salir, con fuerza, como si le fuese la vida en ello. Es un placer leerte y saber que hay alguien que ha tenido una experiencia tan intensa como la mía allí en París.
ResponderEliminarUn saludo
Gracias. Es lindo lo que escribes. Saludos
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