por Juan Vergillos

PREMIO NACIONAL DE FLAMENCOLOGÍA

Ha publicado novelas, ensayos, libros divulgativos, relatos, poemas y letras de canciones. Ha escrito y dirigido espectáculos de danza y de cante flamenco. Ha dirigido festivales de flamenco y otras artes escénicas. Ha ofrecido conferencias, talleres y espectáculos en teatros, festivales, colegios y universidades de Europa y América. Colabora habitualmente en la prensa generalista y especializada. Dirige el blog Vaivenes Flamencos.







martes, 16 de marzo de 2010

Una charla

Es tarde. Me incorporo en la cama. No estoy en mi habitación. Ahora lo recuerdo: es la casa de mi amigo. Es la casa de Antonio Pradera. Es tarde, y no me queda tiempo para preparar mi conferencia. No oigo ruido alguno. La casa está vacía. Aprovecharé la ausencia de mis anfitriones para preparar mi intervención.

Suena una llave en la cerradura. Alguien entra. Estoy en el salón, de pie. Todavía estoy adormilado. Es Juana, la dueña de la casa:
- Hola, buenos días.
- Buenos días.
- ¿Has dormido bien?
- Perfectamente, gracias.
- Estoy muy nerviosa – Juana busca un cigarrillo en el bolso que ha dejado sobre la mesa, y lo prende. Está visiblemente alterada.
- ¿Qué ocurre?
- ¿Puedo contarte algo?
- Claro.

Pienso en mi intervención de esta tarde en la Universidad. Si escucho a Juana, no voy a tener tiempo para prepararme la charla. Juana comienza a hablar. Es una larga historia, o al menos así me lo parece, dada la ansiedad que me genera el hecho de no estar preparándome mi ponencia, sobre las intrigas de los departamentos en la Universidad. Ellos, Antonio Pradera y Juana, son mis anfitriones. Antonio y yo somos viejos amigos. Crecimos juntos. A Juana la conocí poco antes de casarse con Antonio. Ellos son mis anfitriones. Estoy en su casa. Ha sido precisamente su departamento el que me ha invitado a dar una charla en el aula magna de la universidad. Ese departamento del que, por enésima vez, asisto al relato de sus pequeñas mezquindades. Son rencores como cualesquiera otros. No es la primera vez que Juana, o Antonio, me hablan de ellos. Me aburre la charla. Pienso en mi conferencia y me pongo nervioso: debería estar preparándola. Sigo escuchando por una sola razón. Me gusta Juana. Me gusta su boca, sus ojos. Su olor. Su pelo. Me gusta el entusiasmo, casi desesperado, con el que coge la vida. Incluso para contarme la enésima y a mis ojos ridícula intriga departamental. Mueve las manos para enfatizar sus palabras. Agarra el aire que la circunda para hacerlo suyo. Lo aspira hasta el fondo de sus pulmones, igual que hace con el humo de su cigarrillo, cada vez que interrumpe, por un instante, el curso de su narración. Su cabello es largo y rubio. Todavía no se ha quitado el abrigo. Estamos en marzo, hace frío. Es rubia y es pija, y me gusta. Yo soy uno de pueblo y ella de ciudad. Es la mujer de mi amigo. Creo que eso, bajo la conciencia moralista de que jamás podría ocurrir nada, ya que es la mujer de mi amigo... Creo que eso ... Bueno, lo cierto no es que lo crea. Estoy seguro de que eso la hace aún más atractiva. Esa prohibición. Ese rollo edípico.

Me dice que Pedro, un profesor de lingüística, se las ha ingeniado para promocionar a su amante hasta la subdirección del departamento, en detrimento del candidato de Antonio. Y lo que yo siento es esto: “quiero hacerte el amor”. Esas son las palabras que suenan en mi cabeza, no las que provienen de su boca.

Estoy en el garaje. No recuerdo donde dejé el coche. Voy a pasarme por la Universidad. Quiero ver el aula magna y, si está libre, aprovechar el espacio para trabajar un rato. Luego comeré en cualquier lugar de los alrededores. Juana me ha invitado a comer con ella pero he rehusado. La excusa ha sido que necesito estar solo antes de la conferencia. ¿A quién se le ha ocurrido programarla a las cuatro? Tendré que comer pronto, a las dos como muy tarde, para no sentirme demasiado pesado en la charla. Comeré una ensalada.


La puerta del ascensor se abre y aparece Juana. No me ve. Prende la luz y se ilumina el garaje. Sigue sin verme. Su abrigo beige vuela impulsado por su tensión vital en el aire enrarecido del garaje, sus tacones resuenan contra el frío cemento del piso, espoleados por una determinación que envidio, que deseo. Pulsa el mando a distancia y las anaranjadas luces de apertura de un enorme todo terreno pardo rojizo iluminan su rostro dos fracciones de segundo. Me acerco a ella cuando está a punto de abrir la puerta del coche. Se vuelve hacia mí y la beso. Hacemos el amor en el coche. Estoy todavía dentro cuando dice:
- Mi hija está fuera.
- ¿Dónde?
- Arriba, en la piscina.

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