Lo digo de entrada y sin paliativos: el mejor espectáculo de la XVI Bienal de Flamenco ha sido ‘Pastora’ de Galván. No sólo por el baile. También acogió el mejor cante, la malagueña nutricia de David Lagos que, no sé porqué, canta mejor con alguien ante él. La voz descomunal de José Valencia. Y el toque: Ramón Amador pletórico de gusto, de sabor clásico, acompañando al cante y al baile. Porque es un enamorado del cante, como demostró, en propia voz, por tarantos. Desplegando un colchón de tonos áureos para los otros, para que brillaran los otros. Como el Bobote, un señor que marca, sigue marcando el flamenco desde hace años. Que una Bienal más se ha desdoblado, destriplicado (estuvo con La Tremendita, Rafael Campallo, Argentina, con muchos, con todos), para acompañarnos tantas noches, mucho compás, la base de todo este edificio llamado flamenco. Un artista único, un seguro de vida jondo para cualquier intérprete, que faculta a los demás para elevarse por cualquier región armónica, melódica, coreográfica, sabiendo que gozará de un salvoconducto para regresar a lo más jondo de la tierra.
Y Pastora, claro. Que individualiza, se afirma como intérprete personal, desde el título de la propuesta. Es su espectáculo más propio, más yo. Por supuesto que en él cuaja toda una estética Galván que es también De los Reyes, el apellido de su madre, bailaora. Pero asumido, respirado, en cada poro de una mujer polisémica, la parodia se hace homenaje o viceversa, pero todo es verdad, arrebatadora, fértil, torrencial y flamenquísima.
La clave de ‘Pastora’ es que su intérprete baila. Baila hasta la extenuación, aunque ésta no hace acto de presencia. Cosa que no vimos ni en ‘Sonerías’ ni en ‘Cuando yo era’ por mentar dos de los sonadas decepciones. La diferencia es que los territorios flamencos nuevos que inaugura Pastora se descubren desde su propia alma, desde su propia necesidad. Por eso el resultado es tan equilibrado como veraz. No hay voluntad de asombrar al público sino la mostración del asombro del intérprete ante esa anomalía llamada la vida.
Lo mismo pasó con Juan Carlos Romero y su ‘El agua encendida’. Ha sido el mejor concierto que nos ha dado el tocaor en su historia. Una sorpresa mayúscula porque el de Huelva ha desbrozado la melodía para mostrar el tuétano de sus composiciones. Con toda crudeza, nos ha dado su asombro. Sin énfasis, como el que ve la lluvia, el prodigio de la lluvia de este otoño que se nos apropia del corazón. El lirismo, en el caso de Juan Carlos Romero, es una piedra mojada y olvidada en mitad de la maleza.
Luego quedan esas joyas perdidas, esos instantes, destellos, a los que tan dado es este arte, pero que no justifican necesariamente las propuestas en las que vinieron envueltos. En el Hotel Triana, la Kaita por tangos y jaleos de su tierra. En mitad de un programa con más nombres que la guía de teléfonos, ‘La noche de Extremadura’ una mujer que se da toda en cada tercio, que canta como si la vida le fuera en ello, porque, de hecho, así es. Esa noche, por sorpresa, nos dio vida y nos provocó la extrañeza de las estrellas, algunas ya extintas, por más que aún nos llegue su luz que ya fue. En el mismo lugar, una semana más tarde, los fandangos del Boquerón, los cuplés por bulerías del Moro. Y el baile insustituible, convulso, crudo, apocalíptico, de una señora llamada Angelita Vargas. El himno de los gitanos, un dúo de Dorantes-Esperanza Fernández, y las terribles seguiriyas de un Lebrijano capaz de resucitarse una vez más, coincidieron con otras malas noticias de acciones ilegales contra esta etnia por parte del legal gobierno francés. Con lo que el mensaje multisecular de estas melodías de perseguidos y excluidos se multiplicó por tres. Ya que tantos intentos de ‘fusión’ inútil hemos tenido que soportar, hubiese sido el momento de invitar a algún grupo de gitanos búlgaros o rumanos a esta edición de la Bienal.
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