Baile: Antoñete, Manuela Ríos. Cante: José Valencia, Moi de Morón. Guitarra: Jesús Guerrero. Percusión: José Carrasco. Lugar: Teatro Alameda. Fecha: jueves, 9 de junio. Aforo: Media entrada..
Dentro de sus aparentes similitudes, son dos formas muy distintas, casi diría que contrarias, de entender la danza flamenca. En ambos casos se trata de baile individual que centra su efectividad en la fuerza, en el dominio rítmico. Las formas parecidas, hasta cierto punto.
Lo que pasa es que Antoñete es un virtuoso, mientras que Manuela Ríos es una bailaora visceral. Lo que en el bailaor es un fino trenzado, pura orfebrería de percusión corporal, en Ríos puede ser tan sólo un gesto: un remate de los pies, sí, según reza la tradición; pero también un palmeado en el muslo, o un sutil movimiento del hombro, de la cabeza. Y esta diferencia se proyecta en la distancia enorme entre mensajes.
De Antoñete supimos anoche que es un hombre experimentado en el estudio, técnico, categórico, casi feroz. De Ríos conocimos su poderío terrenal, su profundo compromiso con la vida, a través de la danza. El baile es el instrumento. Lo que trasciende está detrás, delante. Abajo: la tierra, ya está dicho. El baile como instrumento para comunicar cosas, cosas humanas. Para comunicarse.
Antoñete tuvo más de un detalle de puro sabor, como bien supo apreciar el público que, sabio, se mostró más sensible hacia las formas directas que en los dibujos enrevesados, dificilísimos, de un mérito enorme por el alto nivel de autoexigencia alcanzado. En buena parte de sus dos bailes, soleá y bulerías, lo que comunicó fue un ejercicio hasta cierto punto maquinal.
Ríos, por el contrario, se dejó ser. Con una mapa coreográfico abierto, inexistente en muchas fases de su recital, dio espacio al vacío, a la nada. A su pura presencia escénica. Porque tiene poder, se lo puede permitir. Porque la tierra que la sostiene es su aliada. Porque se ha entregado a ella, jamás estará sola en la escena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario