por Juan Vergillos

PREMIO NACIONAL DE FLAMENCOLOGÍA

Ha publicado novelas, ensayos, libros divulgativos, relatos, poemas y letras de canciones. Ha escrito y dirigido espectáculos de danza y de cante flamenco. Ha dirigido festivales de flamenco y otras artes escénicas. Ha ofrecido conferencias, talleres y espectáculos en teatros, festivales, colegios y universidades de Europa y América. Colabora habitualmente en la prensa generalista y especializada. Dirige el blog Vaivenes Flamencos.







sábado, 23 de abril de 2011

Flamencas de Holanda (y X): la muchacha dorada

La muchacha dorada no va a ningún sitio. La razón es que quiere llegar a todos, y al mismo tiempo. Le pierden los planes, los planes alternativos. La confunde la noche, y el día. No sabe lo que le conviene. Cree siempre que la vida está en otra parte y corre enloquecida en pos de la  misma sin saber que, siempre, la deja a sus espaldas.

En Rótterdam me hizo una pregunta muy concreta mientras me estaba lavando las manos. Y cuando yo, secándome, iniciaba mi respuesta, me pidió disculpas y me dijo “ahora mismito me lo cuentas” para irse detrás de un famoso guitarrista que actuaba esa noche y que acababa de pasar por el corredor del teatro. Comprendí que es una recién llegada y que todavía anda buscando quien le dé abrigo. No comprende que nadie va a ayudarle si no halla un poco de la serenidad que habita en el fondo, muy en el fondo, de su corazón.

Con todo, quise agradecerle su gentileza de llevarme a Rótterdam, y la invité a un concierto. Llegó tarde. Paseamos y hablamos. Habló de sus desavenencias amorosas. Me provoca ansiedad esta mujer cuyo tren de pensamiento no cesa nunca y tiene línea inmediata con su lengua. Me dijo su edad y me sorprendió. No la creí, aunque ella sí se creyó. Pero las arrugas de su frente, la desesperación de su mirada, la desmienten. Eso sí, su culo va a su favor. Al cruzar el paso de cebra la dejé pasar delante de mí y le miré sin disimulo las piernas. Tenía la falda corta y el culo pequeño. Es una cosa sorprendente, los culos de las mujeres holandesas. Sorprendentemente pequeños, comparados con los generosos culos del sur, que crecen y crecen sin cesar con los años. Será parte del proceso de masculinización de la mujer holandesa. La muchacha dorada es una mujer alta, elegante, estilizada sobre su tacón. Tiene, sin embargo, una energía chunga para mí. Me provoca ansiedad, fuertemente marcada en la mirada preocupada, decepcionada, desesperada, que no cesa de buscar. En un miedo que no se conoce. Cree que la vida está allí, detrás de la línea del horizonte. Cuando salimos del café, se puso a mi derecha y se cogió de mi brazo. Ese gesto me gustó. Llegué al teatro presumiendo de rubia ante mis amigos y conocidos. Sentí la debilidad vanidosa de llevar a una mujer hermosa del brazo. En el hall del teatro seguí fardando cuando de repente mis ojos la vieron. Era C. Tuvimos nuestro mes de pasión. Me asaltó y me dejé asaltar. Habíamos cortado una mañana de sábado, al sol. El hecho de ir con la muchacha dorada me dio fuerzas ante C., aquella noche. “No estoy solo, no eres la única. Jódete por lo que te perdiste”, eso fue lo que pensó mi desolación, el niño abandonado que alguna vez fui. C. hizo un amago de silencio estratégico. Así fue. La noche del verbo incontenible fue, para equilibrar, también la de los silencios estratégicos. El culo gordo. En el recital estuve apático y cansado, muy cansado. Incluso bostecé un par de veces. La muchacha dorada sintió frío y le di mi bufanda. Quería darle también la chaqueta pero no me atreví. Pensé que la había juzgado mal y que podía tomarme en serio su invitación de acogerme en su ciudad, en mi próxima visita de primavera, que antes había dejado pasar con un ligero capotazo. Estuvo todo el concierto mesándose el cabello, en un gesto mecánico y neurótico. Muchacha, podrías aprender tanto de tu paisana la lechera ..., de su mística concentración en la mínima tarea de verter la leche en el recipiente de barro. Hay tanta verdad en esta fantasía y tanta fantasía irreal en esta verdad de carne y hueso que estuvo dos horas sentada a mi lado sin parar de moverse, sin dejarse.

A la salida encontró a un conocido y mientras hablaban, infatigablemente, yo, fatigado como estaba, me fui a mear. Me tenía que ir a trabajar después del concierto. No obstante tenía ganas de despedirme, concretar los detalles de su invitación ... invitarla a acompañarme hasta la puerta del periódico. No fue posible. Cuando ella estaba hablando con sus amigos, C. volvió a la carga. Me asaltó, me preguntó por nuestra última e íntima conversación y yo le dije que no era el lugar. Usó tres o cuatro de sus silencios estratégicos, esos que le han servido para desarmar y esclavizar a sus hombres. Vale, me sentí incómodo, pero no le sirvió de nada. En realidad nunca le han servido de nada, sino para joderse la vida y jodérsela a los demás. Eso sí, con el orgullo satisfecho de haber vencido a todos los hombres con los que se ha cruzado, incluyendo los de su familia ... En ese momento me sentí enormemente cansado y con ganas de irme a trabajar. De estar a solas con mis lectores. En uno de sus silencios le dije que me tenía que ir al cuarto de baño, que no era el lugar ni el momento. Que ya nos llamaríamos a sabiendas de que no lo íbamos a hacer, de que lo nuestro es imposible, de que el orgullo, el maldito orgullo ...; pero fue lindo mientras duró. Muy hermoso. Y se acabó. Me fui a mear.



Cuando salgo, la muchacha dorada y sus amigos han desaparecido. Deambulo un rato por el hall y luego en la calle. No la encuentro. Los trabajadores cierran las puertas del teatro. Voy de un flanco a otro del edificio cerrado. Me encuentro a un par de conocidos. Cuando M. F., que ha sido una de las estrellas del espectáculo, se para a saludarme, me llama ‘Banquero’, por el vídeo que podéis ver aquí, a la derecha. Una muchacha de ojos oscuros desliza su mano en la mía, pero no llegan a encontrarse, porque yo aparto instintivamente la mano. En otra época sus ojos oscuros me fascinaron. Ahora veo el devastador paso del tiempo, de la desilusión, en su rostro hinchado y siento una gran congoja. Con todo le digo que sí, que nos vemos cuando ella quiera. Sé que ya ha pasado demasiado tiempo de espera. Sé que me va a devorar. Llamo a la muchacha dorada y rechaza mi llamada. Me voy camino del periódico. Conforme me voy acercando me cabreo más. Confirmo que las primeras impresiones son siempre las que valen. También pienso en C. y en la inutilidad de sus silencios estratégicos. Pienso en tantos hombres, yo mismo, que se han precipitado por ellos como agua de lluvia por los sumideros. Y así, vistos de cerca, son ridículos. Llego al periódico y, antes de ponerme a trabajar, pongo el teléfono en silencio. Justo entonces veo que la muchacha dorada me está llamando.

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