Si usted es aficionado y no estuvo anoche en el Central tengo que darle mi pésame. Fue el evento flamenco de la temporada. Son valientes e inteligentes y la puesta en escena, un hombre, una guitarra, es fruto de lo segundo, aunque con el requisito indispensable de lo primero. Por supuesto que ellos, para ser valientes, tienen el respaldo de su dominio técnico asombroso, la identificación total del hombre con su instrumento (que no es la guitarra sino el corazón, claro).
Daniel de Morón tiene un universo propio. Es lo más que se puede decir de un creador. El paisaje que nos presenta el tocaor tiene todos los caracteres de la obra de arte pertinente, resulta tan familiar como extraño. Esa es la facultad del arte, la facultad de este intérprete, iluminar la parte en sombra de la realidad que tenemos delante de las narices. Aunque para ello se sirve de una panorámica en embudo. Todavía entiendo que hay un velo, que son demasiadas notas las que arroja sobre el escenario. Más ese cuadro de melancolía abstracta es un territorio conquistado por él a solas. Cada noche. Y eso, la emoción, es lo que persigue el aficionado, el ser humano, en la música.
Lagos, de pulsación perfecta, la elegancia, la pulcritud. Dialoga con más franqueza con la tradición. También resulta más contenido, algo convencional en ocasiones por ello. Redondo, inmutable. Fresco, pulido, primaveral: pleno de colores. Elocuente. El arte de la puesta en escena es arte de composición, y los dos son notables compositores. Ducho, artesanal, el segundo, imaginativo y rebelde el primero. Por eso el espectáculo se cerró con una buena dosis de energía y perfecta manufactura. Arte de la composición, labor de limpieza, de pulir hasta la trasparencia. Anoche la dosificación de artificio, algunas de las composiciones tienen más de diez años, y frescura, fue casi perfecta.
Las imágenes pertenecen a otros conciertos.
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