Es una visión deliciosa: Natalie Wood por tangos, recién salida del palpitante tecnicolor de los cincuenta. Pese al negro de su falta tableada con el forro amarillo de lunares negros y los zapatos amarillos. A lo mejor gustándose en los marcajes. Gustándose en el gesto mínimo, quizá en el remate más sencillo, más seguro, más sereno. Leal gana con la serenidad, y ha ganado tanta serenidad como para bailar mejor que nunca. Sin lo sombrío del taranto, acentuado por la luz de la sala, no vendría la franca sonrisa de las alegrías. Le preocupa lo que a nosotros no nos preocupa: el frenesí técnico, la velocidad. Ahí se aprieta y ahí se aleja. Pero es en la sencillez, en el dejarse ser, como nos llega al corazón. Nunca la va a abandonar, lo sabe, su capacidad de seducción. Pese al luto que caracterizó el vestuario toda la noche. Leo Leal sigue jugando (supongo que no de manera inocente) a subvertir las convenciones de género de este género de arte: funciona a plenitud en las alegrías con pantalones, gracias ante todo a su gracia, pero también al cinturón de fantasía, por seguir con el tema del vestuario. Gracias a su cadera, a sus muñecas, a sus dedos acariciando su melena corta: a todo lo que recuerda la redondez de la tierra. Naufraga irremisiblemente en la farruca, pese a que doble negación a veces es afirmación. No en este caso, en que lo masculino, el baile, y lo femenino, la bata de cola, se anulan. Me haría más feliz si abrazara sin lucha el círculo: lo redondo, la tierra, la madre, el cabello suelto; pero Leal no baila para hacerme feliz sino, supongo, para serlo ella. Y ella es feliz, a lo que parece, con estos juegos de intelecto, con este travestismo tipo La Cuenca o Carmen Amaya, por limitarnos al género de arte que nos ocupa. Claro que La Cuenca y Carmen Amaya no tenían lo que Leo Leal tiene. Me refiero, claro, a la curva de sus caderas. Por eso sigo en los tangos y no quiero que acaben nunca. Sigo preso de las alegrías, de la alada quietud de la falseta por taranto asiendo su falda-mantón verde más allá de las rodillas: esplendor en la hierba. Y mientras me digo, una vez más, que sí, que no quiero que acabe nunca, ya ha acabado.
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