Baile: Carmen Ledesma,
Carrete de Málaga. Cante: Juan José Amador, Herminia Borja, Mari Peña.
Guitarra: Antonio Moya. Lugar: Sala Joaquín Turina, Sevilla. Fecha: Jueves, 9 de mayo.
Aforo: Casi lleno.
Imagino su desvelo, su sorpresa, su dolor si alguna vez llegaran a comprender que todos sus desvelos, todos sus dolores, todas sus privaciones, fueron para nada. Porque no eran fruto del amor. Por eso prefieren no ver la realidad. Entiendo que el arte del
Carrete puede ser una odiosa lección de libertad para los que no son libres. De
esta manera me explico los, pocos, a los que no les gusta el baile de este
malagueño. El mundo de la danza flamenca está cargado de prejuicios: lugares
donde se presupone que el artista debe pasar, en su viaje por el escenario.
Lugares que, creen algunos intérpretes, el público les exige. No es cierto.
Todo lo contrario. Sí, es verdad que hay una minoría que no soporta la
libertad. Pero, la mayoría, lo que no soportamos son los lugares comunes, los
tópicos, confundir un espectáculo con una línea de autobús, que sabes a donde
te va a llevar y por las paradas por las que va a pasar. Si el arte es vida, la
vida es imprevisible. Muchos artistas viven, sobreviven, en sus prejuicios. Y
otros se emocionan con lo vivo. La propia Carmen Ledesma, después de su lección
por soleá, en la que la naturalidad de su entrada en escena es, por sí misma,
una valiosa lección para el que quiera cogerla, se sentó en el escenario para
ver y jalear las alegrías de Carrete.
Carrete es un hombre
vivo, un universo totalmente al margen de las penurias por las que atraviesa
hoy este arte: quizá porque ha vivido las penurias auténticas o, tal vez, más
verosímilmente, por una cuestión de carácter. Carrete es vida, fe en la vida.
Fe en uno mismo sin tomar a la técnica como pretexto para ocultarse, para no
ser, para no mostrarse. El baile es vida, es decir, juego, magia, libertad,
sorpresa, emoción, naturalidad, belleza y fealdad como las dos caras de una
misma y hermosa cosa. Carrete es Dios y el Diablo en escena, un monstruo, un
ángel, oficio de tinieblas y también de luz. Su rostro enjuto, sus cabellos
locos, sus manos alargadas son la larga historia del siglo XX, que aún no ha
acabado, su larga oscuridad. Y el vaivén zumbón de sus caderas, sus remates
inopinados, el carisma ante el que nos rendimos todos, empezando por sus
músicos, es la pura gracia de respirar un rato, un segundo, una milésima parte
de ese segundo.
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